El gran engaño

El gran engaño
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Mis padres se quedaron en el pueblo. Tuvieron la posibilidad de buscarse un futuro en Madrid, pero se quedaron en el pueblo. Ambos ya habían degustado la vida en Madrid y, por lo que les oí decir, eso no era para ellos.

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Era la década de los 60 y 70 muchas de las familias que marchaban a la capital se metían en cualquier cuchitril hasta que pudieran mejorar su situación y encontrar una cosa mejor. Su aspiración con el tiempo era poder dar una entrada para un pisito. Luego vendrían las letras, las de cambio, me refiero.

Esa necesidad de vivienda y la forma de vida de los que emigraba a aquel Madrid, lo describe bastante bien Rafael Cabanillas en un capítulo de su libro Maquila. En el mismo, cuenta las vicisitudes de una familia que dejando Los Montes se instala en una especie de corrala donde los inquilinos de las viviendas tenían que compartir los baños.

En aquel entonces no existía ninguna Carta Magna que garantizara el derecho a una vivienda digna. Hoy ese derecho está reconocido y, aunque hayan pasado más de sesenta años y multitud de cambios sociales y políticos, parece ser que muchos de los jóvenes que marchan a las grandes ciudades, bien por motivos de estudios o, lo más penoso, por motivos laborales, malviven.

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Esta vez no comparten baño comunitario, como escribía Cabanillas, pero comparten piso, es decir: la cocina, el baño, el salón, el frigo y… hasta las visitas de las amigas o amigos de los compañeros de aposentos. Y así tienes a tíos de más de treinta años camino de su magnífico trabajo urbanita, pero compartiendo una triste habitación. Independizarse lo llaman.

A esto yo lo llamo ‘el gran engaño’. El engaño de vendernos que el mejor sitio para establecer un proyecto de vida son las grandes ciudades.

Que conste que me refiero a que es la propia sociedad quien nos lleva engañando décadas con esto, pero contando con la complicidad de los políticos. Esa sociedad que utiliza todas sus argucias para que termines metido de lleno en grandes ciudades como Madrid.

Primero que si el prestigio de las universidades, luego que si el trabajo, más tarde que si la educación de los hijos… y luego cuando eres más mayor, que si los mejores médicos. Nos han ido engañando como aquel trampero que va poniendo obstáculos a la presa hasta que cae en la trampa, y una vez en la trampa es difícil salir de ella, aunque algunos lo han conseguido.

Hay que revertir la tendencia, hay que decir a los jóvenes que son afortunados actualmente con la flexibilidad laboral, pues pueden teletrabajar o pueden tener un trabajo híbrido (dos días en la oficina y tres desde casa), y también hay que decir los profesionales como son los médicos, profesores, emprendedores, etc., que recelen de la gran ciudad, toda vez que la música que llega a sus oídos es una especie de embrujo para que caigan en la trampa.

A todos ellos habría que invitarles a que probaran vivir en alguno de los cientos de pueblos que están a menos de dos horas de una gran ciudad, seguro que tendrían otra visión del mundo rural. Seguro que encontrarían menos sitios donde tomarse una cerveza o no habría restaurantes donde cenar una noche de viernes, pero ganarían algo mucho más importante: calidad de vida, esa que en los madriles es tan difícil de comprar y que solo reconoces que la posees cuando la puedes saborear a diario.

El pasado domingo cuando veía en Madrid la manifestación por el derecho a la vivienda, que fue liderada por miles de jóvenes y se estimó en una participación de más de 22.000 personas, me decía: “ahí tenéis a los engañados, los que acaban de entrar en la trampa y ya les cuesta salir”.

Esos que dentro de unos años se tendrán, o tiene ya, que coger el coche casi todos los fines de semana para salir a respirar aire, a sentir que el tiempo pasa mucho más despacio en un pueblo que en la gran urbe, pues en los pueblos no hay bancos, tampoco del tiempo, allí tanto el dinero como el tiempo se guarda bajo el colchón.

Ahora es el momento. El momento de que a algún sesudo asesor, de los muchos que pagamos entre todos, bien sea de la administración central o autonómica, se le encienda la bombilla y promuevan campañas de sensibilización y motivación que puedan atraer a los jóvenes a los pueblos para desarrollar su proyecto vital.

Así se podría reiniciar una repoblación que ayudaría a solventar parte del problema de la despoblación que, por cierto, parece que últimamente ya se habla menos de ello. Los misterios de la gramática, que diría Paco el de Los Santos Inocentes.

Pero será por pueblos y casa vacías… ¡mecagüen en la leche!

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