sábado, 13 enero 2024
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Los morraches de San Sebastián en Malpica. Tradición y sentimiento

Es una suerte y una gran riqueza cultural y etnográfica que en Malpica de Tajo se haya conservado una tradición tan antigua como los morraches de San Sebastián, que hasta hoy mantiene todo su vigor capaz de congregar al pueblo en su totalidad: creyentes y no creyentes.

Los creyentes por su fe y su devoción al Santo, al que consideran su abogado y protector; y los no creyentes arrastrados por el magnetismo colectivo de unas expresiones populares que nacieron para festejar las energías de la naturaleza y los procesos básicos de la vida. En el fondo, fuerzas que condicionan y encauzan nuestra existencia, ya pensemos que son solo naturales, ya creamos que están regidas desde lo sobrenatural.

No abundan en Castilla La Mancha estás tradicionales mascaradas de invierno, que son más frecuentes en la mitad norte de la Península, sobre todo con un carácter grupal y social tan marcado como en los morraches. Una figura cercana es la Botarga, en general más individual y también más frecuente en nuestra Comunidad Autónoma.

La palabra morrache procede el árabe /moharrach/ y fue de uso común en castellano antiguo. En El Quijote aparece un moharracho que hace objeto de sus burlas al hidalgo manchego y espanta a Rocinante.

Existieron morraches en otros pueblos de la provincia (San Martín de Pusa, Carpio de Tajo, Parrillas…) pero acabaron desapareciendo, generalmente prohibidos por autoridades civiles o eclesiásticas.

Las raíces ancestrales de los morraches surgen del antiguo carnaval celta, asimiladas más tarde a celebraciones romanas, como las lupercales y las januarias, y finalmente incorporadas y asimiladas en festividades católicas.

Aquellos antiquísimos ritos representaban mitos relacionados con la fertilidad de la tierra, las fuerzas de la naturaleza, la vida animal y el ciclo de las estaciones del año. Solían realizarse cuando el frío del invierno comenzaba a declinar, y la vida vegetal y animal empezaba a renacer tras el letargo invernal.

Los morraches toman las calles de Malpica en San Sebastián.

Siglos después, con el cristianismo, esa celebración del Carnaval se asimiló como fiesta de despedida de la carne y de los excesos, antes de comenzar el ayuno de la Cuaresma; eran las llamadas carnestolendas (dejar la carne), como expresaba la tradicional letrilla: “Hoy comamos y bebamos y cantemos y folguemos, que mañana ayunaremos”.

En la fiesta del Carnaval se trastocaban las normas por unos días. La gente se divertía y se entregaba alegremente a disfrutar un tiempo de juerga expansiva. Un elemento central eran los disfraces. Al disfrazarse, las personas rompen con su rol habitual y entran en el ambiente lúdico del juego y de la diversión. Las máscaras (enmascarado = descarado) facilitaban más aún el abandono de la seriedad diaria para fundirse en la alegría de la fiesta.

La afinidad de los morraches con el carnaval resulta evidente en las ropas, en los cencerros, en las máscaras y en su función como personajes grotescos e irreverentes que se permiten romper las normas del respeto molestando a todo el mundo, lo que debe ser aceptado por todos como parte del código de la fiesta.

Los morraches mantienen hasta hoy el atractivo y la fuerza telúrica de su origen en ancestrales ritos tribales.Vestirse de morrache es una experiencia colectiva en la que cada uno anula su individualidad, su yo, para fundirse con todos en el grupo.

Las máscaras eliminan el rostro, la identidad; los trajes iguales y extravagantes borran todo rasgo personal. Precisamente uno de los objetivos lúdicos de un morrache es que nadie pueda reconocerle: procuran no salir disfrazados de su casa, intercambian caretas, cahiporras y calzado…, incluso algunos se ponen lentillas para cambiar el color de los ojos, única parte visible y reconocible de su anatomía….

El trote acompasado y el estruendo pautado de los cencerros, además de aportar ruido y alegría a la fiesta, hacen que el morrache se sienta todavía más engullido por el grupo.

Cada uno sabe que está haciendo sonar sus cencerros, pero no puede escuchar su propio sonido; solo oye el ruido atronador del conjunto. Y de alguna manera percibe, o intuye, que es parte de un rito colectivo que pervive desde sus ancestrales orígenes en ceremonias tribales.

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