sábado, 24 febrero 2024
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Una historia de águilas y urracas

De vez en cuando lo recuerdo. Esta primavera con más fuerza. Era por junio, finales; en algunas ocasiones ya julio. Principiando los años noventa. Llegaba desde Cáceres por la carretera del Almonte, hacia Torrejón el Rubio. Territorios llanos y abiertos al principio, berrocales y postes de la luz desde donde atalayaban carracas con sus colores radicalmente perfectos, como gastados de tanto sol y luz. Luego la carretera, más allá de los piñoneros de Monroy, se convertía en un tobogán inacabable de pequeños regatos y cerros. Arroyos ya gastados, la primavera definitivamente olvidada en la canícula del mediodía. Arriba, sobre las térmicas, volaban buitres negros y de vez en cuando cruzaba baja una calzada. Junto a las charcas, si había suerte, quizá la huida furtiva de una cigüeña negra. Los alimoches limpiando la carcasa de una oveja. El Almonte verde en su recula de Alcántara. Un espacio inmenso, detenido en su tiempo, bajo el sol inmisericorde de la dehesa.

Llegaba a mi destino, un recodo de un camino junto a un vallejo secundario, tributario del arroyo de la Vid. Enfrente me quedaba una mancha inmensa de monte espeso: encinas, alcornoques, retamas, aulagas, cornicabras, lentiscos… Un paisaje verde oscuro, como una inmensa lija en las distancias cortas, impenetrable, coraza y refugio de jabalíes y ciervos; pero en la lejanía un paisaje de terciopelo verde, suave a la mirada y petrificado al calor de la tarde. Olor a jara pringosa, a romero, a tierra requemada y polvo. Chicharras llenando todo con su sonido paralizante, único resto de vida superviviente a los cuarenta y tantos grados, a las oleadas de un viento seco y momificador que de vez en cuando trepaba desde el fondo del valle. Había comprado un par de botellas de agua helada y algo para comer antes de salir. Y me colocaba debajo de una encina. Echaba un trozo de pan y algo dulce a las hormigas para que me dejaran en paz, y colocaba el telescopio y ponía a mano los prismáticos, aún los Tento soviéticos, que te dejaban la mirada con un barniz amarillo, como antiguo. Y a esperar.

Algunos días esperaba horas. Otros no hacía falta: las águilas ya estaban allí. Lejos, a un kilómetro o más, sobre las torretas de caza de la solana, las águilas imperiales vigilaban su territorio, el nido cimero a buen seguro en un alcornoque. Con el reverbero de la canícula alabeando en la retina, con el ocular ardiendo y quemando los párpados y el ojo, las contemplaba sestear, aguantar el sol, la rutina de acoso de las urracas y rabilargos. Imperturbables, como las he visto otras veces bajo las tormentas de mayo en Gredos. Las urracas picaban una y otra vez, en grupo, saltarinas, como escuadrones de cazas sincronizados… una y otra vez, sin tregua. Y así horas, hasta que de repente brotaba como un venero la primera brisa fresca de la tarde, ese momento justo en que saben y sabes –luz, sonidos, murmurar del bosque–, que la tarde comienza por fin a declinar; y el águila se desperezaba, levantaba el vuelo, subía, y se lanzaba a los valles que caen al Tajo, a la espalda de Torrejón. Las urracas no podían subir, ni seguir su vuelo altanero, y se quedaban allí, volviendo a su territorio de cercanías, a aprovechar, oportunistas, algún despojo propio de su naturaleza.

Algunas veces pienso en el estoicismo de las águilas frente al acoso de las urracas. Quizá piensen las águilas, con Marco Aurelio, eso de que nunca van a dejar de hacer lo mismo, aunque te quiebren la vida; que entonces para qué molestarse. Quizá, a las águilas, les dé lo mismo, que es lo que tiene ser pájaro corsario y no atender a zonceras, que ya lo describió Atahualpa. La libertad de las águilas siempre ha estado perseguida. En aquellos años poco más de cien parejas de águila imperial sobrevivían en el mundo. Las urracas molestan, pero forman parte del ecosistema. Siempre ha habido y habrá categorías, niveles en la cadena trófica. Cazadores y parásitos.

Las águilas cumplen su ciclo, en su valle y en su cielo; entre sus nubes y sus paisajes. Las águilas viven cada vez más esquinadas, pero enseñan lo que es un territorio aún completo. Las águilas viven sus años perseguidas con saña, como todo lo que es libre. Y, a las águilas, como al pirata de Serrat, más pronto que tarde gente a sueldo las asesina, en una esquina y por la espalda; con venenos, cepos, disparos…

De vez en cuando recuerdo la historia de las águilas y las urracas. Esta primavera se me viene a la cabeza con más fuerza. Cuando apriete julio iré a buscar las águilas del arroyo de la Vid. Allí estarán esperándome.

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