miércoles, 17 enero 2024
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Sobre los límites de la libertad de expresión

Hoy pretendo moverme en la delgada, y muchas veces imprecisa, línea que separa el bien del mal; la verdad de la mentira. Quizá de esa manera logre aclarar alguna de las muchas dudas que me asaltan y afianzar las escasas certezas que creo poseer.

En estos azarosos tiempos mucho estamos hablando sobre la libertad de expresión y sus límites. La prensa cotidiana está repleta de casos y ejemplos en los que tan sacrosanta libertad parece haberse cercenado por una legislación propia de cualquier cosa menos de un régimen de libertades democrático. 

El primer problema que parece surgir entre quienes defendemos la auténtica libertad de expresión parece radicar en que siempre que lo hacemos, nos referimos a la libertad de expresión propia, es decir, la de cada uno o como mucho la de los que opinan parecido a nosotros. Y se trata justo de lo contrario, para defender la libertad de expresión, primero debemos exigir que se respete la de los demás, en especial la de aquellos que opinan lo diametralmente opuesto. Tan solo desde esa perspectiva tiene sentido la libertad de expresión; hacer lo contrario es fomentar comportamientos represivos y dictatoriales.

Teniendo en cuenta esta premisa que me resulta poco discutible, surge de inmediato la pregunta clave de toda esta problemática: ¿se pueden poner límites a la libertad de expresión?, y quizá la única respuesta razonable es un frustrante e impreciso condicional: “no se debería”. Es decir, en un mundo idílico e ideal cada cual tendría que poder decir todo aquello que considerara oportuno, sin que por decirlo recibiese ningún tipo de censura y/o castigo. Pero claro, esto no es así de simple, porque la libertad de expresión comparte una difusa y nada precisa frontera con la libertad de cada uno de no ser insultado, y de que se respeten sus propias opiniones, creencias y libertades.

Quizá con un ejemplo me sea más sencillo ilustrar esto que pretendo expresar. Un presunto cantante compone presuntas canciones alabando a los asesinatos de ETA, y animándoles a continuar con tan poco ejemplar actividad. Hacer semejante cosa es libertad de expresión (independientemente de lo que diga la Ley Mordaza), se puede decir y manifestar lo que cada cual considere oportuno, y respetar ese derecho aunque su contenido nos repugne. Hasta aquí todo parece simple, pero si profundizamos no lo es tanto. Supongo que al hijo de un Guardia Civil asesinado por ETA no le debe hacer ninguna gracia que nadie hurgue de manera tan cruel en su herida, o ¿es que acaso esta persona no tiene derecho a que se respete su dolor?.

Pero aún podemos ir más lejos en la argumentación… ¿y si el presunto cantante hiciese presuntas canciones animando a los machos ibéricos a asesinar a sus mujeres?. Ya hemos visto como precisamente aquellos que defienden a capa y espada las libertades de expresión de unos, prohíben en las fiestas de su pueblo determinadas canciones de contenido machista. 

Es precisamente esta tenue línea de la que hablaba en un principio. Quizá el aspecto clave a todo esto no se encuentre ni en el colectivo, ni en la sociedad, y haya que buscarlo en el individuo. Los límites de la libertad de expresión no deberían estar impuestos desde fuera; deberíamos imponérnoslos cada uno. Respetar ya no solo al de al lado sino al de enfrente cuando manifestamos nuestras ideas y opiniones. La libertad de expresión, como otras libertades, es una poderosísima herramienta contra las imposiciones y las dictaduras del signo que sean; pero su ejercicio exige de una gran responsabilidad individual, y por desgracia en muchas ocasiones no somos lo suficientemente maduros como para poder ejercerla con dicha responsabilidad. Ese mensaje tan occidental y siglo-XXI del yo digo lo que quiero y a quien le pique que se arrasque es un terrible ejercicio de insentatez e inmadurez. ¿Estamos realmente preparados para respetar a los demás?, por desgracia la respuesta es que habitualmente no lo estamos.

Y es en esta tesitura cuando los gobernantes deciden que se debe legislar y poner límites a determinadas actitudes que pueden resultar repugnantes para una parte más o menos considerable de la sociedad. Pero claro, nuestros legisladores son humanos (aunque muchas veces no lo parezca), y tienen tendencia a limitar lo que les repugna a ellos mismos, sin considerar otras alternativas (regresamos al respeto por el de enfrente). Siempre la parcialidad en juego. Si a ello le sumamos la poco edificante mentalidad de alguno de nuestros jueces, pues el resultado es el que vemos en los medios de comunicación con demasiada frecuencia.  En este sentido, tengo algo muy claro dentro de las dudas generalizadas. En caso de que haya que poner límites legales a la libertad de expresión, por un lado el consenso ha de ser máximo por todas las opciones ideológicas de la sociedad, y esto ya es de por si altamente improbable con la mediocre casta política que padecemos; y por otro, la cárcel nunca puede ser el castigo a quien decida saltarse esos límites. Posiblemente sea el odio, en cualquiera de sus formas, la causa más evidente de quienes atentan contra la libertad de sus congéneres. Meterlos en la cárcel por ello, tan solo puede lograr empeorar ese odio. Seguro que hay mejores y más eficaces maneras de fomentar la empatía de esas personas, por ejemplo con trabajos sociales entre los colectivos contra los que sus palabras fueron dirigidas.

En fin, que después de tantas palabras, regreso resignado a mis dudas e intento albergarme en mis poquísimas certezas…Quizá lo que necesito sea meditar aún más sobre todas estas cuestiones…

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